El auge de las sobredosis de heroína está directamente relacionado con el aumento de la prescripción de analgésicos.
por Beatriz Pascual Macías
WASHINGTON, Estados Unidos.- Tenía 19 años, se llamaba Tyler, era adicto a la heroína y acabó con su vida el pasado agosto. Su madre depositó parte de sus cenizas en un colgante y emprendió una dolorosa cruzada para evitar que la epidemia de heroína estrangule la vida de otros jóvenes de Estados Unidos.
“La noche del 19 de agosto, él acabó con su dolor, decía que no podía soportarlo más. Este es mi hijo y lo llevo cada día conmigo”, cuenta entre lágrimas Gina Woodward, quien ante cientos de jóvenes de la Universidad de Georgetown levantó muy despacio un colgante con las cenizas de su querido hijo Tyler.
Woodward, una madre coraje, habló a finales de septiembre ante cientos de estudiantes para mostrar el nuevo rostro de los heroinómanos: hombres y mujeres blancos de barrios residenciales de cualquier edad y que se alejan del perfil de adicto de los años 70 y 80, mayoritariamente negro y pobre.
Con solo 12 años, Tyler pasó de fumar marihuana a consumir OxyContin, un potente analgésico contra el dolor que puede ser adictivo y que los médicos recetan sin demasiados reparos.
Llegó un momento en el que las prescripciones médicas se acabaron, Tyler empezó a robar analgésicos del botiquín de casa y, cuando su madre descubrió su adicción, decidió salir al mercado negro. En el mercado negro, los analgésicos opiáceos son más caros que la heroína y esa fue la droga que acabó atrapando al joven.
“Llegó un momento en el que tuve que echarlo de casa, me superaba, había perdido el control”, narra Woodward.
“Hizo que una chica se quedara embarazada, estaban usando heroína juntos. Todo esto pasó en menos de un año. Mi hijo se quejaba de un dolor insoportable, tenía síndrome de abstinencia, sudaba, tenía diarrea, me pedía ayuda y yo no sabía que hacer”, cuenta Woodward, que vivió la adicción de su hijo en una terrible soledad.
Pero, la vivencia de Woodward no es para nada un episodio aislado en Estados Unidos, donde las muertes por heroína se triplicaron entre 2010 y 2014, año en el que 10.574 estadounidenses murieron por sobredosis relacionadas con la heroína, según la Agencia Antidrogas Estadounidense (DEA).
El auge de las sobredosis de heroína está directamente relacionado con el aumento de la prescripción de analgésicos, medicamentos cuya venta con receta se ha casi cuadruplicado desde 1999, según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC).
El consumo irresponsable de analgésicos abrió las compuertas de la adicción a la heroína y convirtió en rutina las sobredosis, que cada día se cobran 78 vidas, según datos de los CDC.
Lo que las autoridades llaman “epidemia” representa una prioridad para la Casa Blanca y el presidente, Barack Obama, asignó millones de dólares a la lucha contra este fenómeno.
De manera insólita, la DEA y el FBI cambiaron su narrativa de lucha sin piedad contra las drogas y, a principios de año, lanzaron una película, titulada “Persiguiendo al dragón: la vida de un adicto a los opiáceos“, en la que tratan de concienciar sobre el poder de las drogas para destruir vidas y familias.
Llama la atención que los siete protagonistas de la película son blancos, de clase media y con familias que les apoyan.
De esta forma, la imagen pública de la adicción, ahora llamada “enfermedad”, se aleja radicalmente del estigma al que fueron sometidos los negros pobres consumidores de crack y de heroína, asociados a la violencia y a los que se les aplicó una política de mano dura y encarcelamientos.
Quizá por el cambio de perfil o por el desgaste de la guerra contra las drogas, ahora el debate se centra en la rehabilitación.
En la arena de la campaña presidencial, Donald Trump y Hillary Clinton hablan de la epidemia de la heroína desde un tono de compasión y no de represión, un cambio de planteamiento que parece vital para ganar el voto de la clase media blanca, cada vez más atrapada en las garras de la heroína.
EFE.